(Autor desconocido, editado)
Un padre económicamente acomodado, queriendo que su hijo supiera lo que es ser pobre, lo llevó a pasarse un par de días en el monte con una familia campesina.
Cuando venía de regreso, el padre preguntó a su hijo: «¿Qué te pareció la experiencia?»
«Buena», contestó el hijo con la mirada puesta a la distancia.
-Y… ¿qué aprendiste?, insistió el padre.
– Que nosotros tenemos un perro y ellos tienen cuatro. Nosotros tenemos una piscina con agua estancada que llega a la mitad del jardín; ellos tienen un río sin fin, de agua cristalina, donde hay pececitos, y otras bellezas. Que nosotros importamos linternas chinas para alumbrar nuestro jardín, mientras que ellos se alumbran con las estrellas y la luna. Nuestro patio llega hasta la cerca; el de ellos, hasta el horizonte. Que nosotros compramos nuestra comida; ellos, siembran y cosechan la suya. Nosotros escuchamos un CD; ellos escuchan una perpetua sinfonía de pájaros, pericos, ranas, y otros animalitos. Nosotros cocinamos en estufa eléctrica; ellos todo lo que comen tiene ese glorioso sabor del fogón de leña. Para protegernos nosotros vivimos rodeados por un muro, con alarmas y vigilantes; ellos viven con sus puertas abiertas, protegidos por la amistad de sus vecinos. Nosotros vivimos “conectados” al celular, a la computadora, al televisor; ellos, en cambio, están «conectados” a la vida, al cielo, al sol, al agua, al verde de monte, a los animales, a su familia.
Ante el enmudecimiento de su padre, el hijo concluyó: “Gracias papi, por haberme enseñado lo pobre que somos nosotros.”