Como soberano del universo, Dios merece que nuestro servicio hacia Él sea en grado superlativo. Se le debe servir con un espíritu superior. La capacidad que tenemos para servir en el Reino de Dios no se basa en mérito alguno nuestro, sino por la gracia de Dios. Cada vez que recibimos una oportunidad para servir Dios premiará la diligencia con que producimos. Más vale, entonces, que sirvamos con calidad. Si somos fieles en lo poco, después tendremos satisfacción en abundancia. La excelencia para Dios nos hace conscientes de que para ser santos y justos en lo que producimos se requiere humildad, pues ante las muchas oportunidades de servicio se requiere tomar decisiones basadas en la Biblia.
Es un reto constante dedicarnos a nuestras actividades –sean familiares, sociales, laborales, políticas o religiosas, con un estándar elevado en el servicio. El interés por la excelencia debe llevarnos a una pura y prudente actitud de “hacerlo todo como para Dios y no para los hombres”. Así contribuiremos a la armonía en nuestra comunidad, agrandaremos nuestro círculo de influencia, y daremos un agrado a nuestro Dios. Indistintamente del tamaño de las comunidades que representamos, todas nuestras actividades deben esforzarse para servir con la calidad que demanda nuestra consagración.
Usemos al máximo todo lo que Dios nos ha dado para ser productivos. Un espíritu de excelencia requiere que desarrollemos hábitos de eficacia y de eficiencia. Como líderes interesados en mantener ese espíritu debemos comprometernos diariamente a ser productivos, con diligencia usando al máximo todo lo que Dios nos ha dado para producir. Así seremos eficaces. Como líderes determinados a servir de acuerdo a este valor sobre el cual giramos, debemos escoger siempre hacer lo más importante, de la mejor manera, para que aquello que deseamos producir sea de calidad. Así seremos eficientes. Nuestra eficacia y nuestra eficiencia serán enmarcadas por nuestro celo de glorificar a Dios honrando Su Palabra ante todo lo que hacemos o nos proponemos.